ROMPER AL ADVERSARIO

No es la electricidad, no es la energía, no son los consumidores. Es el poder, el cuento, la provocación. La iniciativa de contrarreforma eléctrica, ha advertido Carlos Urzúa, el primer secretario de Hacienda de este gobierno, puede ser la peor entre las muy malas decisiones económicas del gobierno de López Obrador. Una reforma que nos daría una electricidad cara y sucia; que nos colocaría en dirección contraria a la del mundo. Un cambio que traería una cadena de secuelas negativas para México. Los conocedores han detallado todos sus defectos, activando todas las señales de alarma. Se trata de una propuesta que cierra los ojos al presente, a los compromisos internacionales, al más elemental sentido económico. No se ofrecen, en su defensa, argumentos sino frases vacías sobre la soberanía, oxidadas consignas neoliberales, nostalgia de épocas idas.

Quien presenta la iniciativa de reforma eléctrica no se mira a sí mismo como cabeza de una administración, como el arquitecto de una política pública que parte de un diagnóstico claro de nuestros problemas, que reúne conocimiento y que aprende de experiencias, sino un político recluido en la celda de sus obsesiones, que repite permanentemente la misma cantaleta y que se empeña en atizar la polarización. Es un político que se entrega a quien le canta la tonada que le gusta escuchar. El Presidente está convencido de que es innecesario consultar a un técnico y que toda crítica es, en realidad, un elogio porque proviene siempre de los malvados. Atiende en los otros solo el eco de sus propias frases. Los sirvientes de su megalomanía lo saben bien. No es difícil para los cínicos abrirse paso en la maraña política. Saben que el Presidente no pierde el tiempo haciendo cuentas, ni leyendo la ley o estudiando una materia compleja. Le susurran al oído que la Historia lo espera, le repiten sus lemas, lo adulan comparándolo con los héroes de su santuario. Así se ha tragado la idea de que será líder continental, que su estrategia sanitaria es un ejemplo mundial, que la electricidad volverá a ser nuestra y que, por supuesto, vivimos días esplendorosos.

Bajo la sinrazón de la iniciativa se muestra una lógica impecable. El Presidente lanza una provocación a sus oposiciones, en particular a su "oposición" priista. Para el Presidente, el PRI tiene una oportunidad: regresar a su raíz nacionalista y repudiar su vertiente privatizadora. Volver al cardenismo y rechazar al salinismo. En la disyuntiva de dos pasados (ambos ya remotos) se define, a su juicio, la identidad de su adversario y el sentido de la disyuntiva contemporánea. La invitación de López Obrador es insinuación de dos perdones: uno histórico y otro legal. El primero supone una especie de absolución ideológica. López Obrador sabe a quién se dirige porque de ahí viene. A los priistas tradicionales les ofrece un reencuentro con los orígenes después del rapto tecnocrático. Esa es la primera parte de su convocatoria: apoyar la reforma para lavar cara. La segunda es una insinuación de impunidad. La evidente subordinación de la Fiscalía a los intereses del gobierno (y del fiscal) da al Presidente un poderoso instrumento de presión.

La contrarreforma no tendrá sentido económico, pero tiene un claro sentido político. En una jugada, pretende tragarse al PRI o, por lo menos romperlo, abortar la alianza opositora y perfilar la campaña del 2024. La ambigüedad con la que el presidente de ese partido y el gobernador de Oaxaca indican que el colaboracionismo tiene respaldos importantes. Romper al adversario. Hay en esto una perversa astucia. Astucia porque inserta una cuña justo donde puede abrir lo que apenas se mantiene pegado. Una cuña que pega en el corazón del viejo partido hegemónico y en el centro de la precaria alianza opositora. Perversa porque se desentiende de las consecuencias sociales y económicas de la provocación.