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Queríamos -ése era el espíritu del momento hace 30 años y otra vez en 2018- un país exitoso, desarrollado, más igualitario y sin la corrupción que todo lo corroe. Pero nunca estuvimos dispuestos a hacer lo necesario para lograr esos propósitos.

El resultado era esperable: muchas promesas, grandes expectativas, seguidas por enormes desilusiones y sus consecuentes impactos políticos.

Reformar o transformar, los dos vocablos empleados para promover cambios en la estructura de la economía, la sociedad y la política mexicana en las últimas décadas, quieren decir lo mismo: modificar estructuras para lograr un mejor desempeño social y de la actividad económica.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando esos cambios son inadecuados, insuficientes, errados, contradictorios o inexistentes?

Ésa es la historia de México en las pasadas décadas y ahora se repite, pero a la inversa: antes intentando construir algo nuevo, ahora buscando restaurar lo antes existente.

Lo fácil es culpar a este o aquel de lo que se hizo en el pasado o se hace ahora, pero la realidad es que México lleva décadas sujeto a experimentación sin el compromiso (o incluso la intención real) de llevar a cabo esa reforma o la actual "transformación" de manera integral.

Los países que han logrado transformaciones exitosas se caracterizan por negociaciones políticas -entre políticos que representan a la sociedad y a sus diversos intereses- para definir y consensuar el objetivo último y los costos que se está dispuesto a asumir.

El caso de España es por demás elocuente: los famosos debates de Felipe González en sus años de líder del PSOE muestran cómo se discutía de frente para definir objetivos, acordar soluciones y atender las consecuencias de estas.

Una vez resuelta la negociación política, los "técnicos" se encargaban de la implementación, el camino ya allanado.

En México el proceso fue exactamente el opuesto: aquí los objetivos y las estrategias las definían los técnicos y luego los políticos, sin incentivo alguno para cooperar, tenían que lidiar con las consecuencias.

Más importante, esta manera de proceder limitaba el alcance de las reformas propuestas porque los propios técnicos las ajustaban a las realidades políticas que percibían. En este contexto, no es casualidad que en México acabamos con una economía escindida (moderna y vieja, exportadora y protegida, productiva e improductiva) y un sistema político en permanente conflicto.

El Presidente López Obrador ha sido un crítico contumaz de las reformas iniciadas luego del colapso económico de 1982, pero su propuesta, más allá de su énfasis moral (atacar la corrupción, la pobreza y la desigualdad), adolece del mismo pecado que sus tan denostados predecesores: la pretende imponer sin miramiento y con consultas amañadas.