Las decisiones del viento

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Cada acontecimiento deriva de circunstancias no siempre lógicas.

El 9 de agosto de 1945 el bombardero Bockscar despegó de su base en las Islas Marianas rumbo a Kokura, en la isla de Kyushu, donde se encontraba la fábrica Nippon Steel, decisiva para la industria militar japonesa. El comandante de la misión era el mayor Charles Sweeney. Tenía órdenes de localizar el objetivo con suficiente precisión para destruirlo con la bomba atómica que llevaba a bordo.

Al avistar Kyushu, el humo de la fábrica se confundía con una densa nubosidad. Sweeney distinguió el estadio de beisbol, una hilera de camiones y un segmento de la fundidora, pero carecía de visibilidad para dar en el blanco. Hizo cálculos en un bloc de hojas amarillas: le quedaba combustible para dar 12 vueltas sobre la isla.

En el décimo recorrido ponderó tres alternativas: usar el radar para dar con un blanco aproximado, ir a otro destino o deshacerse de su carga letal en el mar.

En el onceavo recorrido habló por radio con sus superiores. El cielo se despejaba, pero el combustible disminuía. ¿Lo autorizaban a dar una última vuelta?

"No hay nubes en Nagasaki", le dijeron. A las 11:02 de la mañana de ese día, cerca de 75 mil personas murieron en esa ciudad. Si las condiciones climáticas hubieran sido diferentes, la bomba habría caído en la fábrica Nippon Steel.

La orden que Sweeney recibió cuando aún podía dar una última vuelta fue un crimen contra la humanidad. El sinsentido aumenta al saber que eso dependió de la cantidad de combustible de su avión y del sitio al que aún podía llegar. Los hechos históricos derivan de una intrincada cadena de coincidencias y decisiones precipitadas.

La crisis del coronavirus ha confirmado la sorprendente fragilidad de un planeta interconectado. La contaminación generada por la industria china ha menguado en beneficio de la atmósfera y los cruceros se han convertido en hospitales flotantes que nadie quiere recibir. En forma misteriosa, el virus pasó de una especie a otra y siguió la ruta de Marco Polo: de China a Italia.

Las reacciones ante la pandemia no sólo dependen de los dictados de la OMS, sino de los recursos de los que dispone cada país, la presión ejercida por los medios y las estrategias de gobierno (unos pretenden tranquilizar con la retórica de "no pasa nada" y otros proponen cancelaciones que van de lo responsable a lo paranoico).

A diferencia de los incendios y los terremotos, donde los voluntarios pueden dar una respuesta, las epidemias exigen no hacer nada. La necesidad de estar al margen aumenta la sensación de impotencia e impide el desahogo que se obtiene intentando ayudar.

Lo incierto del fenómeno permite que se asuman medidas discrecionales. Numerosas instituciones y autoridades han contraído una enfermedad social: la patología de la imagen. No actúan por criterios científicos, sino por la forma en que serán percibidas.

El coronavirus coincide con las precampañas a la Presidencia de Estados Unidos y la adopción de medidas se ha politizado. Un asunto de salud pública es ya un trofeo electoral. El manejo de la crisis influirá, si no es que decidirá, los votos de noviembre.

Desde hace cinco meses doy clases en la Universidad de Stanford. El campus se ha convertido en un escenario abandonado donde los profesores enseñamos por computadora, y en Nueva York el congreso sobre el coronavirus se suspendió... ¡a causa del coronavirus! Mientras tanto, los partidos políticos celebraban mítines multitudinarios sin pensar en riesgos sanitarios.