LA MEJOR SOLUCIÓN

Hace unos días, para amenizar un viaje en auto un poco largo, escuché un reportaje llamado “The Dropout” (ABC audio), acerca de Elizabeth Holmes, fundadora, presidenta y directora general de Theranos, una empresa unicornio, que aseguraba que podría realizar cientos de análisis clínicos con sólo una gota de sangre, mediante máquinas que podrían instalarse en cualquier farmacia. De hecho, llegaron a poner algunas en la cadena Walgreen’s. El reportaje en seis episodios cuenta el surgimiento de la empresa, su transformación en una aventura de 10 mil millones de dólares, y su derrumbe como resultado del incumplimiento de lo ofrecido. Deja la impresión de que se trató de una maquinación de Holmes, que pudo crecer tanto gracias a su carisma, a la colaboración de personas que le dieron legitimidad, al apoyo de directivos con pocos escrúpulos, y a una política de miedo entre los subordinados. Muchos de los involucrados no hablaron sino hasta que todo se vino abajo.

Pocos días después de escuchar este reportaje, vino la insurrección de Donald Trump, incluyendo el ataque al Congreso estadounidense. Con las diferencias obvias, la esencia del fenómeno es similar: un personaje con carisma que inventa un personaje, cuenta con el apoyo de colaboracionistas que le dan legitimidad, suma funcionarios sin escrúpulos y amedrenta al funcionariado menor. Cuando todo se viene abajo, resulta que todos tenían sus dudas, pero hasta ahora se decidieron a abandonarlo.

Como estos dos casos, hay muchos ejemplos. Concentrar todo el poder en una persona rara vez tiene buenos resultados. Por casi toda la historia de las sociedades humanas, vivimos en sistemas autoritarios, con el poder concentrado. Revise usted la época que guste: encontrará uno o dos gobernantes funcionales, seguidos de varios deficientes, y a la postre el derrumbe de una dinastía, o el desmoronamiento del reino, enfermedades, hambruna, guerra. Además, esas sociedades autoritarias, con el poder concentrado en una persona, impedían el desarrollo de ideas independientes. El resultado fue la incapacidad de crear riqueza, más allá de la obtenida por la extensión del territorio, durante milenios.

La gran transformación, hace 500 años, fue inventar un mecanismo para evitar la concentración de poder. Al distribuirlo y contrapesar, las ideas tuvieron espacio para desarrollarse, y los malos gobernantes pudieron ser removidos con menos destrucción de por medio. De ahí viene el gran crecimiento, primero en Europa, después en sus extensiones, finalmente en el mundo entero. Pero se trata de una idea extraña, frente a la cual surgen alternativas que siempre son retrocesos: repúblicas religiosas, revoluciones populares, comunismo, fascismo, nacionalismo.

No existe manera de evitar los errores humanos, ni la codicia, ni la megalomanía. Lo mejor que podemos hacer es distribuir el poder, para con ello reducir los daños que nos causan esas deficiencias. Por eso no existe mejor forma de gobernar una sociedad que la competencia permanente y constante, es decir: democracia y libre mercado, sostenidos en una sociedad de iguales.

Pero da miedo. En ese tipo de sociedad no hay consuelo. Y como la vida nunca es justa, la tentación es buscar el regreso a una estructura estable, confiable… y autoritaria. Y siempre habrá quién la ofrezca, aspirando a instalarse en la cúspide y desde ahí extraer recursos a todos. El nombre no importa. Ocurre en empresas y gobiernos, en iglesias y escuelas, en pueblos y naciones.

Concentrar el poder en una persona siempre dará como resultado empobrecimiento, autoritarismo, el eventual derrumbe de la sociedad. No hallará usted un contraejemplo en toda la historia humana. Por el contrario, es fácil documentar el crecimiento económico, el avance en salud y educación, y la mejora en calidad de vida en las sociedades con poder distribuido y contrapesos. Eso es lo que hay que defender, no personas.