LA GRAN MORTANDAD 

Nadie conoce la era que habita. No es capaz de anticipar la forma en que la posteridad definirá su condición. Hoy hay quien se imagina como el héroe que será venerado en el futuro. El modelo que el bronce inmortalizará en todas las plazas del país. El futuro, sin duda, se reirá de la vanidad del megalómano y ubicará nuestro tiempo en coordenadas que poco tienen que ver con sus ilusiones. Pero vale hacer la pregunta, aunque no tengamos la respuesta. ¿Cómo se definirá nuestro tiempo? ¿Cuál será el sentido que los historiadores darán a nuestros días? Fernando Escalante ubica en la muerte el sello de nuestro presente. Todo lo demás será secundario. Los cambios de gobierno, los discursos, las leyes, los flujos del comercio, la producción industrial, nuestro trato con el mundo. El carácter de nuestro tiempo no estará definido por ninguno de esos procesos. Lo que marcará nuestra época será la muerte. La muerte de la violencia y la muerte de la enfermedad. El vacío que dejan los muertos que se han acumulado desde el 2008 tienen un carácter demográfico, dice Escalante. En la última década se ha reducido la esperanza de vida y en los últimos meses, la edad promedio de la población mexicana. Un cataclismo, dice Escalante.

Nuestros años serán recordados como el tiempo de la Gran Mortandad. Lo dice el sociólogo en un artículo publicado en el número de este mes de la revista Nexos, dedicado justamente a explorar la conexión entre las guerras y las plagas mexicanas a lo largo de nuestra historia. Hoy, como en tiempos de la conquista, de la independencia y de la revolución, México padece embates simultáneos de violencia y enfermedad que lo contraen trágicamente. La violencia se lleva a los jóvenes; la pandemia a los viejos. Escalante conecta la catástrofe de la última década con la catástrofe de los últimos meses, identificando en ambos un origen común: la descomposición, la ineptitud, la derrota del Estado. Lo es, sin duda en el caso de la "guerra contra el crimen", lo es también en la gestión de la crisis sanitaria.

La muerte definirá nuestro tiempo no solamente por la cantidad de vidas terminadas, sino por nuestra relación con la muerte. El país se ha hecho monstruosamente indiferente. Nuestra sobrevivencia tal vez ha consistido en voltear la vista, en cambiar la conversación, en cerrar los ojos ante la atrocidad cotidiana. Encontraremos en las páginas del diario la contabilidad de las muertes del día anterior y pasaremos la noticia con indiferencia. Las muertes de estos años han sido especialmente desgarradoras porque no han encontrado siquiera rito y reposo. ¿Qué es de un país que no puede velar y enterrar a los suyos? ¿Qué le sucede a una sociedad con miles y miles de desaparecidos? Los muertos de la pandemia agonizaron sin el consuelo de sus cariños, aislados hasta extinguirse y enterrados presurosamente y sin vela.

Las dos desgracias tienen en común la ausencia de un poder público. Si la autoridad no sirve para protegernos de los grandes desastres, dice Escalante, no es autoridad. Tal vez no nos hemos dado cuenta de la magnitud de la transformación que hemos sufrido en los últimos lustros. Se configuran nuevas maneras de orden social que no encuentran estructura en la ley sino en una fuerza que no pretende legitimidad sino simplemente intimidación. Cito a Escalante porque lo dice con admirable precisión: "En los discursos, el Estado es cada día más pomposo; conforme pierde arraigo en las prácticas concretas de la vida cotidiana, intensifica su presencia retórica, busca la grandiosidad colorida, estridente y ridícula de las estampitas. Como experiencia concreta es cada vez más sórdido, mezquino, canalla: el Estado es la puerta cerrada de un hospital, la vacuna que no llega, el humor sectario, los cuerpos que terminan en la fosa común sin siquiera el ademán de fingir una investigación judicial".

Al tiempo en que el poder presidencial se glorifica como nunca antes, argumenta que las muertes evitables son una fatalidad. El desastre de la pandemia, las muertes del Metro, los crímenes de la violencia no son su responsabilidad. Es la naturaleza, es la herencia maldita del pasado.