El reto del medio ambiente

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Debió haber sido noticia de primera plana. Un gran incendio cerca de la zona arqueológica de Muyil -el último de nueve en la reserva de la Biósfera de Sian Ka'an en Quintana Roo en 2019- había destruido ya 2 mil 500 hectáreas.

Omar Ortiz Moreno, el director de Sian Ka'an, advertía el 17 de julio en EL NORTE que la selva y los ecosistemas afectados tardarían hasta 200 años en recuperarse.

El incendio es una tragedia. No es difícil imaginar los restos humeantes de esas miles de hectáreas de selva. En 1989, viajamos de Mérida a Cancún y atravesamos kilómetros de carretera en medio de un paisaje lunar: el fuego había dejado en pie apenas unos cuantos troncos chamuscados sobre un suelo de cenizas.

La diferencia es que entonces esos incendios eran resultado del caluroso estiaje del sureste y de la ineficiencia, por decirlo suave, de una retahíla de Gobernadores que eran, con pocas excepciones, siervos obedientes del Centro, profundamente ignorantes y crecientemente corruptos.

Ahora, esos incendios, como la plaga de sargazo, están además directamente relacionados con el calentamiento global.

El verano de 2019 ha registrado las temperaturas más altas de las que se tenga memoria. Y no sólo en India, donde los estudiosos del clima calculan que si el calentamiento global pasa de 2 grados centígrados, amplias regiones del país serán inhabitables para fines de siglo, sino en Australia, donde estos meses de intenso calor han provocado fuegos, sequías e inundaciones, y hasta en países como Francia que registró una alta temperatura sin precedentes de 45.9 grados a fines de junio.

El calentamiento global es un fenómeno complejo, difícil de explicar y de entender, pero sus causas y sus consecuencias son más claras que el agua.

Somos muchos, miles de millones de seres humanos, y nuestros hábitos de consumo y dependencia de los hidrocarburos han convertido a la atmósfera del planeta en que vivimos en un invernadero que amenaza con asfixiarnos. Hemos deforestado bosques y selvas y hemos contaminado lagos y ríos. Para no hablar de los mares por donde navegan 90 mil barcos mercantes al año que queman 2 mil millones de barriles de combustible con sulfuro, que es el más contaminante de todos los que consumimos.

La concientización del problema y la adopción de políticas para resolverlo han caminado mucho más lento que el calentamiento climático. Sólo nueve países se han comprometido a alcanzar una tasa de cero de emisión de gases a corto plazo y han adoptado fuentes alternativas -nuclear, eólica o solar- para generar la energía que consumen. Ni siquiera se ha logrado que se aplique el acuerdo de la ONU para que los grandes buques mercantes consuman combustible más limpio.

Amplios sectores de la población, aun en países avanzados, se oponen a cualquier medida a favor del medio ambiente que afecte su modo de vida (la chispa que desató las violentas protestas de los chalecos amarillos en Francia fue la decisión del presidente Macron de elevar el impuesto de la gasolina para reducir su consumo).

Trump, que gobierna uno de los países que lanza a la atmósfera la mayor cantidad de gases en el planeta, piensa que el calentamiento global no existe (afortunadamente, muchos estados han usado su soberanía para implementar medidas en contra del Gobierno federal), y en Brasil, Bolsonaro ha abierto la Amazonia a intereses mineros y agrícolas que están devastando uno de los mayores pulmones del planeta.

En México, donde los problemas existen sólo cuando el Presidente da su venia, el calentamiento climático y la necesidad de proteger el medio ambiente no existen. Su afán de recrear un Estado todopoderoso y una economía autárquica -que sólo existe en su imaginación- cimentada en industrias estatales monopólicas, lo ha llevado a desechar, no sólo la participación de la iniciativa privada en Pemex y la CFE, sino los proyectos de desarrollo de energía alternativa que florecieron desde 2014, cuando Peña abrió esos sectores a la inversión privada ("Alternative energy efforts in Mexico", Los Angeles Times).