EL MENTIROSO SISTEMÁTICO

No es la mentira sino la hipocresía la transgresión imperdonable en estos tiempos. Los mentirosos pueden correr con buena suerte, si es que logran presentarse como auténticos. La autenticidad parece ser el valor político supremo. Quien se muestra tal cual es, quien es visto como franco puede convertir en admirables todos sus vicios. Odia, pero es sincero en sus odios. Destruye porque es fiel a los dictados de su proyecto. Le tiene sin cuidado la verdad porque lo impulsa una convicción tan intensa que no se detiene con las nimiedades de la veracidad. La autenticidad es el gran valor y la gran coartada. Por eso la desgracia del mentiroso en nuestro tiempo es que sea descubierto como hipócrita.

Pienso en Boris Johnson, el todavía primer ministro de Gran Bretaña. El dirigente de los conservadores ha hecho una carrera a base de mentiras. Cuando digo esto no es porque haya logrado ocultar por mucho tiempo sus engaños. Por el contrario, esos engaños han sido expuestos reiteradamente. Sus falsedades han sido conocidas por todos, pero, lejos de arruinarlo, parece que las mentiras lo han ayudado a perfilar su personalidad pública. Su identidad como periodista y como político se fue labrando con tenacidad a golpe de mentiras. Su distancia de la verdad, sus exageraciones, sus fantasías se convirtieron en una marca simpática de su personalidad. Sin pagar costo por ellas, las mentiras le han servido para construir una imagen de político atrevido y desparpajado, un tipo espontáneo que cuida su peinado tanto como sus datos. Un mentiroso simpático y encantador.

Ha mentido en cada puesto que ha ocupado. Ha mentido como periodista, como historiador, como opositor, como gobernante. Cuando era reportero fue descubierto inventando citas para condimentar sus reportajes. Para rematar un párrafo insípido, soltaba una frase picante que una fuente nunca dijo. Para enfatizar la denuncia de algún reportaje, soltaba el periodismo y se convertía en comediante. Sus artículos como corresponsal en Bruselas eran fábulas del horror burocrático de la Unión Europea que no se tomaba la molestia de cotejar. Su periodismo era ficción humorística donde, de pronto, se colaba un hecho comprobable. Artículos burlones y chistosos que se apartaban de cualquier norma de ética periodística.

Durante mucho tiempo, sus editores sabían que aderezaba sus reportajes con creatividad, pero lo mantenían en el puesto y le pagaban un buen salario porque reconocían que sus colaboraciones eran las más leídas del periódico. Eran textos eficaces, bien escritos y graciosos que tenían un pequeño problema: estaban llenos de inventos. El político siguió la ruta del reportero. El primer ministro ha mentido sobre su vida personal y sobre sus decisiones políticas; ha engañado con silencios, con evasivas y con enredos. Por eso no puede ser sorpresa para nadie que, desde el poder, siga mintiendo quien ha hecho política administrando sus propias mentiras. El gran crítico irlandés Fintan O'Toole cuenta de una entrevista colectiva a trabajadores que tradicionalmente votaban por el Partido Laborista y que, en el 2019, pensaban votar por Johnson. Todos los votantes empezaban advirtiendo que el personaje era un bufón, un embustero de tiempo completo. Un hombre, decían, que era capaz de mentirle a la reina. Y sabiendo perfectamente eso, se disponían a votar por él. Quiero decir que Johnson, el mentiroso rutinario no pretendía esconder sus mentiras para lograr que los votantes votaran por él. La mentira era parte de su encanto, de su simpatía: un mentiroso auténtico y sistemático.

¿Cuándo se rompe el encanto del mentiroso simpático? ¿En qué momento se quiebra su justificante? ¿Cuándo empiezan a costarle sus engaños? Cuando se reconoce que la mentira es una burla, una ofensa, humillación a todos. Cuando se advierte que no hay mentira trivial, que no puede haber gobierno competente cuando, a fuerza de mentir, termina engañándose a sí mismo y pierde de ese modo el elemental sentido de la realidad... y de la decencia. La mentira es intolerable aún en estos tiempos de cinismo, cuando se reconoce que es una forma del desprecio. Desprecio por los hechos, los datos, la verdad, la inteligencia. No es un agravio a los vigilantes de la información, es una agresión a la ciudad entera. Por eso el mentiroso, así haya tenido éxito durante mucho tiempo, termina mostrándose como el arrogante que cree que le puede ver la cara a todo mundo, todo el tiempo.