El lenguaje populista

Los altos niveles de popularidad de los que goza el Presidente Andrés Manuel López Obrador no podrían ser explicados sin tener en cuenta su exitosa estrategia de comunicación.

Estrategia que no se limita al qué, cómo y cuándo decirlo, sino que además se vale de la alteración del idioma para crear un nuevo vocabulario que refleje la realidad nacional que busca construir: la llamada Cuarta Transformación.

No es simple demagogia. Es la fabricación de una narrativa, la utilización de un nuevo lenguaje para construir nuevas ideas o destruir las anteriores.

Un lenguaje dicotómico, simple, reforzado a fuerza de repetición.

Las conferencias mañaneras se han vuelto una suerte de Plaza Sésamo donde diariamente se nos enseñan nuevas palabras y los números tienen otro significado.

Estas transformaciones retóricas no son inocentes, por el contrario, son los cimientos del nuevo régimen que reflejan sus usos y costumbres, su cultura política.

Un día cualquiera el Presidente da por terminada la guerra contra el narco, como si eso bastara para desaparecer sus causas y efectos. En la realidad no, pero en su narrativa de país sí.

Lo mismo con la corrupción, porque “el gobierno es honesto y ya no roba”.

A los criminales les llamó pueblo, y como el pueblo “es bueno” no se le reprime, porque en este gobierno la violencia legítima es represión.

De esta forma el Estado renunció al monopolio legítimo de la violencia. Monopolio que ahora le pertenece a los cárteles de la droga y a los delincuentes.

Así que sin herramientas para garantizar la paz social y el estado de derecho, el Presidente tiene que apelar a las ‘madrecitas’ de los criminales y a condenar la ilegalidad con un ‘fuchi’ y un ‘guácala’.

Los empresarios opositores ahora son ‘fifis’, y los ‘fifis’ acumulan su riqueza gracias al dinero mal habido, por lo que son criminales a los que hay que aplicarles todo el peso de la ley.

Los tecnócratas son neoliberales y los neoliberales pertenecen a “la mafia del poder”, comandada por “el innombrable”, enemigo del régimen y por lo tanto enemigo del “pueblo bueno”.

Los organismos públicos descentralizados son el refugio de la alta burocracia, esa que no sirve para nada y que vive del erario, por eso hay que limitarlos y extinguirlos de una forma u otra.

Los despidos masivos son una buena idea, pero los recortes presupuestales a las instituciones independientes son una mejor.

Esta es la forma en que el nuevo régimen destruye a los contrapesos institucionales.

Así es como diariamente y a fuerza de repetición, el Presidente define nuevos conceptos para respaldar su proyecto de gobierno.

Práctica que por cierto, no es exclusiva del ejecutivo.

Los ‘valientes jóvenes’ de la liga 23 de Septiembre que secuestraron y asesinaron al empresario Eugenio Garza Sada son un ejemplo de ello. El ‘chu-chu-chu’ de Bartlett, Otro.

Estos son los efectos de la perversión del lenguaje desde el púlpito presidencial, donde todos los días se atestigua el milagro de ver como el verbo se hace carne en la voz del profeta.

El lenguaje del autoritarismo ha sido estudiado desde Platón, quien advertía desde entonces de los líderes fuertes y de los tiranos demagogos.

Haríamos bien en prestar atención a las advertencias históricas para no caer en la seducción del nuevo lenguaje presidencial, que no es otra cosa que la negación de la realidad y la justificación del populismo.