EL ELEFANTE QUE ASFIXIA A LA 4T

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Hay cosas que por aparatosas no se pueden esconder debajo de la mesa. Un elefante en la habitación, por ejemplo. Así es nuestro problema de violencia. Un elefante en una habitación que hacemos como que no vemos, aunque nos apriete contra la pared hasta dificultarnos la respiración.

La violencia en este país es muy grave, pero hemos aprendido a verla como una característica más del entorno. Para quienes la vemos de lejos es una fuente de preocupación que preferimos no asumir. Para los que están cerca, es origen de sufrimiento, desplazamientos, zozobra e intranquilidad. Vivir en entornos violentos no sólo acaba con la vida de las víctimas directas; poco a poco carcome psiques, comunidades, confianza, y sus secuelas son duraderas.

En México casi 100 personas mueren diariamente por efectos de la violencia. Es una barbaridad. Hay países que nos superan en tasas, es cierto, pero en el grupo de los que no se encuentran inmersos en un conflicto bélico, nos contamos entre los más violentos. La pandemina, con sus muchas muertes diarias, ha eclipsado el fenómeno. Pero, la verdad, el elefante en la habitación sigue ahí. Lleva años ahí. Ya no podemos voltear para otro lado.

Tan grande es el espacio que ocupa, que el propio presidente de la República lo ha tenido que reconocer. Lo pone en términos que lo benefician. Dice: necesitamos “acabar” de pacificar al país. La connotación es positiva, pero los números dicen otra cosa. En esta administración los homicidios no han crecido, pero su reducción es casi imperceptible. El presidente tiene tarea por delante: “comenzar” a lidiar con el fenómeno. Le quedan tres años.

El presidente es listo y ya se percató de que este tema puede arruinarle la vida. Puede hacer estallar su legado, el que imaginó que tendría el calibre de las grandes transformaciones históricas del país. Si las cosas no cambian en los siguientes años, la contabilidad de muertes violentas puede ser tan grande que convierta a este sexenio en el más violento de los últimos lustros; más letal que los de sus dos antecesores inmediatos, que tanto ha criticado. Imagínese, estimado lector, que el encabezado del último día de este gobierno diga: “Los años de AMLO en el poder dejan una estela de muerte”.

A diferencia de otros temas públicos en los que las decisiones de esta administación tendrán efectos en algunos años, tanto el de la criminalidad como el de la pandemia tiene efectos inmediatos. Una mala decisión impacta casi en tiempo real. En materia de crimen y violencia, las malas decisiones del gobierno en los primeros tres años le complican las cosas al presidente para el segundo trienio. Haber apostado por la Guardia Nacional, creada improvisadamente, hace que en la segunda mitad de su mandato el margen para lidiar con la realidad se le reduzca, ya que el instrumento elegido está mal logrado.

Escuché a Eduardo Guerrero, uno de los analistas de seguridad pública más respetados, plantear (no cito textualmente) que una de las razones del presidente para poner a la Guardia Nacional en manos del Ejército, ya sin dudas y ambajes, es porque quiere que los militares se la arreglen, ya que la primera versión le salió mal. Tiene todo el sentido: el presidente, acorralado, le pasa la estafeta a las Fuerzas Armadas. Él, con el aparato civil del gobierno federal, no puede.

Y si no hay una respuesta gubernamental con algún grado de eficacia, la situación puede salirse de control. Los grupos criminales saben leer a los gobiernos; cuando perciben un vacío de poder, lo llenan. Y su juego siempre es tocar los límites, para reconocer dónde está la raya y si se puede cruzar. La violencia política reciente es reflejo de ello. Cada vez se atreven a más, porque no hay quien les ponga freno.

Así las cosas, el presidente tiene un problema. Sobre todo porque las soluciones implicarían que dejara de ser quien es. Me explico: la solución pasa por impulsar una convocatoria nacional en la que implícitamente se reconocería que el hombre fuerte de Palacio Nacional no puede solo. Que la visión centralista y personalista es justamente lo que arruina la posibilidad de una gobernanza más efectiva de la seguridad. Que el presidente necesita que lo ayuden los que llama sus ‘adversarios’, para contener a los reales, los que están armados, intimidan, matan y pueden desestabilizar. Y que representan un desafío de seguridad pública, pero también de seguridad nacional.