Dos años después

 

"El insulto deshonra a quien lo profiere,no a quien lo recibe".

Diógenes de Sinope
 
 
Andrés Manuel López Obrador tuvo una oportunidad singular de unificar al país en un momento complejo.

Su persistencia para buscar la Presidencia fue notable. También su capacidad para comunicarse con la población, particularmente los pobres, lo cual lo distinguió en un mundo político de discursos floridos e incomprensible lenguaje tecnocrático.

La amplitud de su triunfo en las urnas subrayó no sólo las virtudes políticas del candidato, sino el hartazgo de los ciudadanos con los dos partidos que nos habían gobernado, el PRI y el PAN.

Sin embargo, en lugar de tratar de ser el Presidente de todos los mexicanos, de unirnos en nuestras diferencias, López Obrador ha encabezado uno de los Gobiernos más divisivos de la historia.

En parte esto se debe a que ha encabezado el primer Gobierno con mayoría absoluta en las dos Cámaras del Congreso desde 1994-1997, pero también a su convicción de que él tiene todas las verdades y todos los que piensan distinto son corruptos y despreciables.

Desde antes de la elección ya se sabía que eliminaría el nuevo aeropuerto de Texcoco, sin importar el costo, y la reforma educativa, pero ofreció que mantendría la reforma energética, pese a lo cual ha tomado medidas que cambian las reglas bajo las que se hicieron inversiones multimillonarias.

Lo mismo hizo con la cervecera de Mexicali, que canceló unilateralmente cuando ya se habían invertido mil 400 millones de dólares.

En lugar de buscar la unidad, el Presidente ha hecho de la descalificación una práctica habitual. A los ambientalistas preocupados por el Tren Maya los ha llamado "conservadores de la academia... financiados por organismos internacionales". Al Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación lo señaló como burocracia creada por Gobiernos neoliberales.

A las feministas que promovieron "un día sin nosotras", las acusó de derechistas y conservadoras. A la Comisión Nacional de los Derechos Humanos la despreció por emitir recomendaciones que eran una "vergüenza". A los periodistas y medios críticos los ha tildado de conservadores, neoliberales y corruptos. Del ex Presidente Felipe Calderón se burló llamándolo "comandante Borolas".

A los que expresan opiniones contrarias a las suyas los ha calificado de camajanes, canallines, corruptos, espurios, fichitas, hampones, ladrones, maiceados, malandrines, neoliberales, oportunistas, pillos, piltrafas morales, pirrurris, reaccionarios, rufianes, simuladores, tecnócratas, ternuritas, títeres, traficantes de influencias y mil cosas más. Nadie podrá cuestionarle falta de riqueza en el vocabulario de la denostación.

Estas descalificaciones entusiasman a sus seguidores y muchos compiten en redes sociales para ser más agresivos e hirientes en los ataques e insultos. Porfirio Muñoz Ledo lo ha sentido en carne propia al pasar de baluarte a enemigo de la Cuarta Transformación.

Que el lenguaje público se llene de insultos es siempre lamentable, pero en este caso lo peor es la oportunidad perdida.

López Obrador fue electo porque millones de mexicanos lo consideraron una esperanza. Quienes no votaron por él seguramente habrían estado dispuestos a darle el beneficio de la duda.

Pero en lugar de restañar heridas, el Presidente se ha empeñado en destruir cualquier posibilidad de acuerdo, de respeto a la oposición o incluso a quienes lo apoyaron, pero no están conformes con todas sus decisiones.

A dos años de su triunfo, López Obrador se burla de la posibilidad de buscar acuerdos. Sólo su opinión es válida. Lo que diga su dedito es el único criterio para tomar las decisiones del País.