COLOMBIA

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Es igual que en México. Acá, todo lo malo que pasa es culpa de Carlos Salinas de Gortari. Allá, el responsable es Álvaro Uribe. Ambos expresidentes de sus países, ambos controvertidos, ambos usados permanentemente como argumento electoral, y ambos, también, sobrevalorados en la influencia que aún tienen. Pero como piñatas, son insuperables.

Fue el 28 de abril cuando se anunciaron nuevas reglas fiscales para el país. El presidente Iván Duque, un hombre decididamente de derecha, envió al Congreso una iniciativa que incrementaría la recaudación fiscal del gobierno. Golpeaba, principalmente, a la clase media y baja, y era benévola con el empresariado bajo el argumento de la generación de empleos. Si tenía razón o no, es tema de otra ocasión.

El efecto inmediato fue crear un enorme descontento entre la población, que comenzó a manifestarse masivamente en distintas ciudades colombianas. Duque reaccionó rápido, pero no tan rápido. En sólo cuatro días, el 2 de mayo, Duque retiró la iniciativa, pero ya para entonces había muertos en las calles.

La ONU rápidamente se pronunció, culpando al gobierno de uso excesivo de la fuerza. Sin duda ocurrió, pero no es el único factor de violencia que encuentra tierra fértil en Colombia. Los poderosos cárteles de las drogas siguen existiendo, y siguen siendo factor de poder. También los grupos paramilitares que se fueron creando a través de los años. Más el Ejército y la Policía. Es una combinación letal.

Ante el caos y las muertes, renunció el ministro de Finanzas, pero no fue suficiente. Las protestas siguieron, y las demandas de los grupos ciudadanos crecieron. Ya el paquete fiscal era lo de menos. Bajo la bandera de acabar con la brutalidad policíaca, ahora ya las demandas incluyen que se cancele el plan para privatizar algunas áreas del sistema de salud colombiano.

El centro del movimiento parece estar localizado en Cali, y no en Bogotá, la capital. Es en Cali donde los paramilitares al servicio de intereses privados –no se sabe si alineados o no con el gobierno– hicieron su aparición más visible, arremetiendo contra grupos indígenas que estaban bloqueando carreteras, y que provocaron desabasto de alimentos en la ciudad. Por ello, Duque tuvo que hacer un viaje relámpago a Cali, donde trató de tranquilizar, o tal vez desactivar, una situación explosiva que estaba acaparando el interés de la prensa internacional. Pero estas cosas no se arreglan con discursos, sino con medidas visibles para la población.

Por supuesto, la presión sigue subiendo, y son cada vez más las voces que piden la renuncia del presidente. Duque ya no tiene mucho espacio de maniobra. Ya cedió la reforma fiscal, y es posible que se doble ante las exigencias de modificar su propuesta sobre salud pública, donde se puede escudar con la pandemia. Los muertos suman ya 42, por lo menos, y casi 200 heridos, con cientos más detenidos.

Lo complicado está en ir al fondo del asunto, e instrumentar un cambio real en las políticas de seguridad interior, y eso está más complicado que un rompecabezas de 5 mil piezas. Hay demasiados elementos de incertidumbre, demasiadas voluntades independientes del gobierno civil, demasiada decepción en el poder real que puede ejercer el gobierno.

Ahora resulta claro que Colombia no estaba lista para cambios radicales en sus políticas públicas. Duque no fue capaz de reconocer que se requiere algo más que programas de gobierno. Se requieren también consensos, convencimiento, política y no imposición.

Quienes dirigen los destinos de millones, los responsables de gobernar no pueden estar cegados por la certeza de su propia infalibilidad, porque así, invariablemente, van al fracaso.

Para quien lo quiera entender.