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Treinta años después de la caída del Muro de Berlín, el símbolo del fin de una era, los autoritarismos de antaño, reconvertidos, retoñan, florecen, espinan.

El dulce sabor de la apertura se disuelve en los olores fétidos de los ostracismos.

La globalización trajo consigo una involución. El miedo a la diferencia dentro del mundo globalizado que obligaba al intercambio y la interacción, atrincheró a legiones de comunidades que ahora riñen con odios superlativos.

En 30 años crecieron nociones de respeto, tolerancia, diversidad, cuidado del medio ambiente, empoderamiento de la mujer, reconocimiento de la fuerza renovadora de las jóvenes generaciones, de las necesidades de integración de países, de procesos productivos, de alianzas comerciales y políticas como formas de mejora.

A la vez, de manera acelerada, encontraron sus antídotos. El feminicidio, el enrolamiento de los jóvenes casi niños en actividades criminales para disolver su fuerza creativa, los fanatismos políticos y religiosos, los nacionalismos que subliman odios y generan políticas de confrontación y exclusión, por decir en desorden algunas de las fórmulas autoritarias que involucionan países.

Presenciamos el agotamiento de modelos disfuncionales que en nombre de la apertura y el respeto resultaron depredadores. El neoliberalismo prohijó las resistencias ancestrales y modernas. Enervó a masas de desplazados y provocó revueltas disímbolas. El dogmatismo del modelo generó el manto protector de la falta de ética. La corrupción fue lubricante del sistema depredador. Los beneficios de la globalización fueron carcomidos por el abuso de muchos de sus gestores.

Varias de las rebeliones antineoliberales fueron conducidas pacíficamente. Se expresaron en urnas para reclamar con personajes carismáticos al frente, alteraciones a los modelos de exclusión social. Ocurrió también en América Latina donde el fenómeno muestra a la vez sus caminos de retorno.

El problema parece haber sido que las alternativas al neoliberalismo no encontraron necesariamente distinciones, sino acudieron a restauraciones con casos desastrosos en la gestión económica y escandalosos en la dirección política.

Lo peor puede verse en Nicaragua o Venezuela donde prácticamente sin oposiciones los propios gobernantes cavaron sus sepulturas. En Brasil, Chile o Argentina las tensiones se dirimen en las urnas, en las calles y los juzgados; al menos dentro de ciertas reglas democráticas no ajenas a manipulaciones.

Las incapacidades de Gobiernos han sido sustituidas en muchos casos por la inflamación de sentimientos. Las pataletas virales en redes sociales contribuyen al ambiente de intolerancia; el reflejo de la pobreza de sentimientos y argumentos de actores políticos que suponen dirigir desde ahí los destinos de su patria.

Bolivia se cuece en ese caldo. Evo Morales, un prestigiado dirigente social que llega legítimamente a la Presidencia, cumple esencialmente con un buen Gobierno, asume reglas democráticas, pero después siente que le ahorcan. En su arrebato intenta por desentenderse de las reglas aceptadas y abre la puerta a los enojos obvios y a los odios incubados.

Lo depone un conglomerado de descontentos acicateados por el fanatismo religioso, militar y ultraconservador. El mazazo es un Golpe que deja ver la fragilidad del gobierno institucional.

Evo Morales recibe asilo en México y se reabren en el país las peores expresiones de desprecio. Lo que antes era incuestionable, el derecho de asilo, ahora enerva desde el egoísmo y la exclusión. El lenguaje anticomunista es ramplón.

Y de su lado, Evo encuentra defensores mexicanos montados en el arcaísmo político, en la profunda intolerancia y la nula autocrítica.

Rápidamente la política se colma de coronas de repulsión. Antes de debatir el argumento, hoy se pregunta la procedencia como seña inmediata de descalificación.

Ahora que la era postmuro llega a su fin se impone una hazaña similar a la de hace tres décadas: derrumbar los fundamentalismos de distinto signo.