ORDEN Y CAOS

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Parece ser un enigma la forma en que innumerables naciones, especialmente en Asia, concilian el enorme desorden que las caracteriza con su extraordinario desempeño económico.

Quienquiera que haya observado el caos que reina en el tráfico de Indonesia, Filipinas, Vietnam o India, por citar algunos casos emblemáticos, no podría imaginar que se trata de las naciones con mayores tasas de crecimiento a lo largo de las últimas décadas.

Todavía más interesante, ese desorden que se percibe en la vida cotidiana también tiene su contraparte en la corrupción que existe en el mundo de la economía, donde no es excepcional el enriquecimiento de políticos y funcionarios o el uso de conexiones y compadrazgos para avanzar en los negocios.

¿Será posible que la explicación del éxito económico y en la distribución del ingreso se encuentre en lugares distintos a los que convencionalmente se asume?

Orden y caos son dos extremos de un mismo continuo. Hay sociedades donde el orden lo es todo. Nadie mejor que Singapur para comprobar que el éxito económico y el orden están altamente correlacionados: las reglas son claras y éstas se cumplen y se hacen cumplir; los castigos son consecuentemente ejemplares y, por lo tanto, infrecuentes.

En el otro extremo hay naciones donde parece reinar el caos, el cumplimiento de la ley es más bien laxo, cuando no inexistente y, sin embargo, el éxito económico es innegable. También hay naciones con mucho orden (Rusia, Corea del Norte, Cuba) y otras caóticas (en África y América Latina), la mayoría con pésimo desempeño económico. ¿Dónde radica la diferencia?

Un video me hizo reflexionar sobre lo que hace que funcionen las cosas. El video compara la forma de conducir a personas en sociedades ordenadas con los de alguna nación desordenada (shorturl.at/npJ18) e ilustra de manera nítida los contrastes entre países con reglas establecidas de aquellos que las tienen que forjar en la práctica cotidiana.

El video comienza con varios ejemplos de vehículos que llegan a una intersección y, en ausencia de semáforo o señalamiento, continúan de frente, presumiblemente suponiendo que los otros enfrenarán. El video concluye con el caso de una nación asiática en la que no hay regla formal alguna, pero donde, a pesar de ello, el sistema funciona. El caos crea su propio orden.

En naciones caracterizadas por la existencia de reglas claras y que se cumplen, la población inter construye en su fuero interno supuestos que hacen que las cosas funcionen de manera natural.

Un canadiense que llega a una intersección sabe que, en ausencia de un semáforo o una señal de "alto", puede cruzar sin miramiento, algo que ningún vietnamita o indonesio daría por sentado. Mientras que el canadiense acaba chocando porque los dos conductores aplicaron, de manera instintiva, supuestos que son inválidos cuando no hay reglas, en una sociedad acostumbrada al caos, todo se adapta de manera natural.

Lo que funciona para el tráfico no funciona para la economía, que requiere de reglas claras que no cambian: es eso, más que el orden mismo (o la ausencia de corrupción), lo que crea condiciones para que prospere el ahorro, la inversión y, por lo tanto, el crecimiento.

Lo que asemeja a Indonesia con Singapur no es el orden, sino la constancia en las reglas del juego. En Indonesia no se modifica la legislación para la inversión privada cada que cambia un Gobierno, ni se cambia la forma de operar de los funcionarios porque cambió el jefe.

El Gobierno mexicano ha sido propenso a inventar la rueda cada seis años, lo que creó, a lo largo del último siglo, el fenómeno del ciclo económico sexenal: los ahorradores, empresarios e inversionistas esperaban a que el nuevo Gobierno "diera color" antes de comprometer y arriesgar sus recursos.

Cada Gobierno que llegaba cambiaba las reglas, lo que impedía que se consolidaran proyectos de larga maduración: todo tenía que caber en el sexenio. Instrumentos como el TLC comenzaron a cambiar esa tradición porque crearon mecanismos que le conferían certidumbre y protección legal al inversionista.

El Gobierno actual desdeña la necesidad de certidumbre, claridad de rumbo y contrapesos que afiancen ambos. Empeñado en ignorar el mundo a nuestro derredor, incluyendo sus propias corrupciones, como ilustró el reciente desastre del Metro, el Presidente imagina que puede imponer sus propias reglas sin costo alguno.

Por ello, su actuar no va a arrojar mejores resultados: no entiende, ni va a entender, que nadie va a ahorrar o invertir sin la existencia de certidumbre y fuentes creíbles de confianza.