EL ENEMIGO 

Las crisis profundas son muy difíciles de procesar en un sistema político. La ocurrida como resultado de la Gran Depresión abrió el espacio a la remoción de los Sonorenses y la creación del régimen de la Revolución; la provocada por los excesos de éste permitió, a partir de 1985, la apertura al resto del mundo; las fallas en ese proceso nos llevaron, en 1996, a la democracia.

En la democracia liberal las crisis no obligan al cambio de sistema, sino sólo al reemplazo del partido en el poder. Esos mismos eventos, en Estados Unidos, implicaron el tránsito de republicanos a demócratas en 1934, en dirección opuesta en 1980, y nuevamente hacia demócratas en 1992. El único momento grave, resultado de la Gran Recesión de 2008, ha puesto en riesgo el funcionamiento interno del Partido Republicano, con el ascenso de la derecha extrema encabezada por Trump. Pero esa crisis, en un México democrático, pudo procesarse adecuadamente, con el simple cambio de partido en el gobierno en 2012.

Esa es la principal virtud de la democracia liberal: permite que la sociedad explore otras posibilidades sin dañar estructuralmente su funcionamiento. Sin duda existen otras formas de gobierno, pero ninguna tiene esa ventaja. Los regímenes autoritarios soportan las crisis, a veces reemplazan parte de la élite, pero en ocasiones se derrumban, incapaces de corregir. La democracia no provee crecimiento económico, ni generación de empleos, lo que permite es el avance paulatino en la dirección que la mayoría considera conveniente, sin por ello dañar derechos elementales de las minorías. Hasta el momento, es el único sistema político que puede ofrecer eso.

Es por eso que la semana pasada comentamos acerca de la grave situación en que nos encontramos. Si por alguna razón se impide el funcionamiento adecuado de la democracia liberal, entonces tendremos un régimen autoritario (que puede ser una dictadura personal del actual Presidente o un reemplazo militar) que no podrá procesar la crisis profunda que enfrentamos, y dará como resultado uno de tres escenarios: la escisión, el estallido o la implosión.

El principal enemigo de la democracia liberal es Andrés Manuel López Obrador. No es el único, sin duda, lo rodean varios más. Pero la posición en que se encuentra y su trayectoria lo colocan en una situación especial. Avalar desde la tribuna presidencial las acciones del delincuente Félix Salgado (promotor público de sedición y ataques a los consejeros del INE, además de las denuncias por delitos sexuales) es imperdonable. Promover desde la Presidencia misma los ataques al INE, la amenaza de reducir y limitar esta institución, hacer campaña acusando a la oposición de querer reducir los programas sociales y amagar con el veto presidencial en caso de que los diputados pudiesen modificar su presupuesto, son todos actos ilegales, faltos de ética pero, sobre todo, autoritarios.

Esta columna ha insistido en las limitaciones intelectuales de López Obrador, que deberían ser ya evidentes, y también en su falta de visión estratégica. Su horizonte de planeación a duras penas supera 24 horas, aunque sus seguidores lo vean de otra manera. Por eso necesita hablar todos los días, para tapar el agujero de ayer haciendo uno hoy, que deberá tapar mañana. Esta característica, muy práctica para una campaña electoral, o para la ‘lucha social’, es totalmente negativa para gobernar. Por eso las crisis se acumulan: por eso no tiene ya dinero, por eso no mejora la economía, por eso han muerto más de medio millón de mexicanos, y por eso las encuestas se empiezan a cargar en su contra. Sus reacciones son cada vez más desesperadas y virulentas.

Para México, el enemigo está claro, y también la solución: defender a toda costa al INE y a la democracia. Hacerla valer el 6 de junio. Y después.