CONFUSIONES 

Ya hemos platicado de cómo algunas ideas intuitivas acerca de la economía resultan equivocadas, porque no capturan el funcionamiento del sistema entero, sino sólo una parte. Los ejemplos que comentamos fueron los superávit que ocurren en el sector externo o el gobierno, que parecen una buena cosa, hasta que uno recuerda que implican un déficit en el consumo y la inversión. Un saldo positivo en la cuenta corriente es reflejo de un mercado interno deprimido; un balance a favor del gobierno implica uno en contra en la sociedad.

Este mismo error ocurre cuando pensamos en defender empresas o empleos. Suena muy bien impedir quiebras o despidos, hasta que le agrega uno perspectiva al tema y se pregunta, ¿por qué la empresa tiene dificultades? ¿Por qué el trabajador es rechazado? Cuando esto ocurre debido a una falla general en la economía, como una crisis de balanza de pagos, financiera o por una pandemia, no cabe duda de que hay que defender lo más posible a empresas y trabajadores que son damnificados de un evento general que no está bajo su control.

Pero cuando las quiebras o despidos son resultado de fallas propias, no atribuibles al contexto, entonces defender empresas y empleos provoca un daño a la economía. Una empresa que sobrevive de forma artificial está utilizando recursos, que no abundan, para producir bienes o servicios que nadie quiere. Esos recursos podrían ser utilizados en otras empresas de forma eficiente, mejorando el bienestar de todos.

Lo mismo ocurre con los trabajadores. Un trabajador que no aporta a la producción debería ser removido, para darle espacio a otro que sí pudiera hacerlo. Con ello, la empresa produciría mejor, vendería más y más barato, y la economía estaría en mejor situación.

Si las reglas sobre las que operan empresas y trabajadores son muy restrictivas, tendremos una economía improductiva. Seguirán existiendo empresas que producen cosas que nadie quiere comprar, y trabajadores que reducen la eficiencia. Pero esto significa que además no habrá espacio para nuevas empresas y nuevos trabajadores. Dicho más claramente: si las reglas están hechas para defender empresas y trabajadores ineficientes, lo que provocarán es la inexistencia de empresas y trabajadores eficientes. Mientras más protectora sea la ley laboral, menos empleos se crearán, y quienes hayan conseguido uno tendrán todos los incentivos para no ser productivos: no los pueden despedir.

Las leyes en México se crearon alrededor de una ilusión: empleos de corte europeo, con todo tipo de prestaciones, incluyendo reparto de utilidades, indemnización, salario mínimo elevado, en una economía prácticamente rural (la Ley Federal del Trabajo es de 1931). Las empresas no podían pagar eso, de forma que una fracción muy pequeña de los trabajadores era formal. Para 1975, apenas 25 por ciento entraba en esos empleos y el 75 por ciento restante se las arreglaba como podía. Pero todavía entonces México era bastante rural, de forma que la pobreza estaba en el campo, e iniciaba su traslado hacia las ciudades, en las que crearía barrios marginales en los siguientes 20 años.

Una ley tan restrictiva provocó un exceso de microempresas, sumamente improductivas (como ha mostrado Santiago Levy, y nos lo recordaba Manuel Molano hace unos días), la expulsión hacia Estados Unidos, y la franca informalidad, ahora sí urbana. El salario mínimo tuvo que abandonarse para evitar mayores problemas. Se buscaron esquemas para flexibilizar la contratación, como el outsourcing que ahora se quiere eliminar. En 2018, con una economía ya más sólida, el gobierno de Peña Nieto inició incrementos al salario mínimo para regresarlo a un nivel razonable.

La realidad no responde a las ilusiones de los políticos, sean de izquierda, derecha, de arriba o de abajo. Leyes más restrictivas darán como resultado una economía anquilosada. Ya lo vivimos antes, con los experimentos de los años setenta, y ahora lo estamos repitiendo. El resultado será el mismo.