Insultar a las víctimas

El hermetismo intelectual conduce a una ceguera ética. El soberbio que se imagina por encima de los mortales cierra los ojos al mal que puede causar, desprecia el sufrimiento de los irreverentes y cobija a los pillos, si le profesan devoción.

El Presidente abre las puertas del palacio a quien lo abraza, llega hasta el último rincón del País para recibir veneración. Pero al crítico le da la espalda. Al independiente desprecia.

Recibir a quienes piden seguridad es, para él, prestarse a un espectáculo indecoroso. La más reciente marcha del dolor mexicano ha recibido su menosprecio.

Se trata, a su juicio, de un "show", un montaje propagandístico. El reflejo de aquel intolerante que, desde el Gobierno del Distrito Federal, agredía a quienes pedían seguridad en la capital, sigue intacto.

Como entonces, ve a los ocupantes de la plaza como farsantes. Si no son sus seguidores, no defienden un derecho legítimo: montan un espectáculo de propaganda, con el que no está dispuesto a colaborar.

El desprecio de López Obrador por sus críticos es un acto de congruencia: nadie, que no sea seguidor suyo, expresa un interés legítimo.

Lo más preocupante es que el maniqueísmo moral ha hecho escuela. Los seguidores del Presidente siguen su enseñanza y la ponen en práctica.

Han bebido el veneno de su prédica diaria: el País está dividido en dos y solo una de esas mitades es valiosa. La otra es perversa y no merece siquiera ser escuchada.

En su clase de todas las mañanas el profesor ha insistido en que el tiempo de México ha sido el enfrentamiento de unos que han sido muy, muy buenos contra otros que han sido endiabladamente malvados.

Los malos, por supuesto, monopolizan el vicio: la mentira, la corrupción, la deslealtad son de ellos. En el Presidente y sus afines no hay siquiera la posibilidad de vicio.

Dudarlo es ya una afrenta patriótica. "¡Eso calienta!", dice nuestro simpático Mandatario, como si, por impensable, fuera chistoso el trazar la línea de las continuidades en su gobierno.

Hablar de las similitudes entre la política de hoy y la de hace unos años (aunque los paralelos sean más que evidentes) es para él inconcebible.

Pero ese hermetismo intelectual, decía en la primera línea, no dificulta solamente el trato con la realidad. También cancela la posibilidad del entendimiento. No solamente entender el mundo, sino entender al otro.

Una Administración sellada por la fe es torpe para adaptarse a la realidad cambiante, es incapaz de apreciar con realismo el efecto de sus decisiones para ajustar el rumbo o cambiar de dirección.

Pero no se quedan ahí los efectos de esa cerrazón intelectual. Quien cierra las puertas a la razón del otro porque lo ha definido como perverso ha cancelado el diálogo con él. La política, hecha batalla, renuncia a ser un espacio de entendimiento.

Ésa es la lección profunda y seguramente duradera del lopezobradorismo. No deja de ser curioso que un político que se entiende a sí mismo como un predicador haya cultivado ese mensaje. Se trata de proscribir moralmente al otro.

El conservador acecha siempre, pero es incapaz de defender el bien. Ése es el cuento de la historia oficial que se ha creído y que repite a diario para ilustrar a la Nación.

Las escenas que pudimos ver ayer muestran la ponzoña de esa simplificación polarizante.

El Presidente había ya expresado su desprecio por la marcha organizada por Javier Sicilia y Julián LeBarón. Encontrarse con el poeta, dijo hace un par de meses, le daba flojera. ¡Qué pereza escucharlo! ¿Para qué perder el tiempo, si verlo sería un acto indigno de su investidura? ¿Para qué hacerle el caldo gordo a los conservadores?

En los oídos de los fieles, los dicterios del Presidente son órdenes. Por eso resulta imposible respetar a quien discrepa, aunque sea un doliente.

El impacto de la prédica constante es terrible: el dolor deja de ser real si es de ellos. Deshumanización radical: el dolor de los otros es una farsa, el grito de los otros, una patraña.

México enfermo: a las víctimas de los crímenes más atroces, los devotos del poder insultan.