Con un abrazo a Ángel Verdugo .

Le queda muy poco a este gobierno. No me refiero al tiempo, sino al contenido. Han fracasado en prácticamente todos los órdenes, y las promesas no han podido cumplirse. Aunque celebren 90 o 100 compromisos, lo de fondo no sólo no mejoró, sino que ha empeorado: la economía no creció 6 por ciento, sino que se contrajo mucho más que eso; se han perdido empleos; educación y salud están notoriamente peor que en los gobiernos previos; la pobreza se ha incrementado como pocas veces.

Seguramente habrá quien culpe de todo a la pandemia, pero es precisamente para enfrentar estos eventos inesperados que se elige al gobierno. Zedillo debió enfrentar el derrumbe de una economía detenida con alfileres, Fox la severa recesión de inicio de siglo y el ingreso de China a la OMC, Calderón el golpe al precio de la tortilla, una epidemia –que él sí controló– y la Gran Recesión.

El gobierno actual llegó al poder gracias a la ola de angustia en Occidente, que ha impulsado líderes autoritarios en diversos países, y gracias a los damnificados de las reformas estructurales, que lo apoyaron para revertirlas. Pero también ofreciendo resultados en dos temas de la mayor importancia para los mexicanos: seguridad y corrupción. En el primero también ha fracasado.

Es decir que lo único que le queda al gobierno es fingir que la corrupción se está enfrentando. Por eso le molestó tanto al Presidente el informe de la Auditoría Superior de la Federación, que coloca a su gobierno como más corrupto incluso que el de Peña Nieto, al menos en su primer año. Por eso aprovechó un tema espectacular y polémico para desacreditar todo el informe. No es que le importe mucho cuánto costó la cancelación del aeropuerto.

Ha sido con la bandera de la lucha contra la corrupción que ha defendido todas sus arbitrariedades. El aeropuerto, la cervecería de Mexicali, los contratos de gas de CFE, el de etano de Braskem, la escasez de medicinas, el desabasto de combustible, todo lo explica con la lucha contra la corrupción. De nada ofrece evidencia, sólo malabarea cifras para que parezca que está haciendo algo. Y como estos temas son complicados por naturaleza, y la mayoría de los mexicanos sufre con la aritmética, y no hay duda alguna de que la corrupción ha sido consustancial al régimen de la Revolución y sobrevivió a la transición, pues ahí se ha instalado.

Es lógico, en todo lo demás ha fracasado. En el tema de corrupción, en cambio, mientras mantenga escondida la evidencia de su gobierno, e invente otros datos o construya interpretaciones malintencionadas, puede seguir convenciendo a sus seguidores.

Pero es imposible terminar con la corrupción concentrando el poder. De hecho, es de ahí de donde ésta se alimenta, porque basta con cuidarse de ese centro de poder para robar a placer. Mientras se conserve el beneplácito del poderoso, se pueden acumular casas, guardias, matrículas, vacaciones. Y si el ejemplo del poderoso es la vida en el Palacio Virreinal, pues la austeridad será para otros: el viejo que quiere vacuna, el padre que busca medicinas para su hijo, las mujeres que reclaman justicia.

La disonancia entre el discurso moral, evangélico, pobrista, y las imágenes del poderoso se evita porque reconocerla implicaría aceptar que hubo un engaño; que no tenía sentido depositar la esperanza en ese personaje; que, la verdad, vivíamos mejor en gobiernos anteriores. Se aferran a las dádivas y al ficticio combate a la corrupción para evitar reconocer el error.

Sólo eso le queda a este gobierno. Una ficción y unas limosnas. A ver para cuánto alcanzan.